Agustín de Hipona y la Sola Fe (354–430)
Muchos han afirmado que la doctrina de la justificación por la fe sola es un invento de Lutero en el siglo XVI. Sin embargo, una lectura atenta de los escritos de Agustín de Hipona uno de los pilares de la teología cristiana en los primeros siglos— revela que esta enseñanza está profundamente arraigada en su pensamiento. Agustín no solo reconocía que el ser humano es incapaz de justificarse a sí mismo por sus obras, sino que insistía una y otra vez en que la fe en Jesucristo y la gracia gratuita de Dios eran el fundamento de toda justificación. A continuación, presento varios pasajes donde esto se hace evidente, con el texto completo de sus palabras y una explicación extensa de su contenido.
1. La justificación no viene por los preceptos, sino por la fe en Cristo
“Concluimos que un hombre no es justificado por los preceptos de una vida santa, sino por la fe en Jesucristo; en una palabra, no por la ley de las obras, sino por la ley de la fe; no por la letra, sino por el espíritu; no por los méritos de las obras, sino por la gracia gratuita.”
(Agustín, Tratado sobre el Espíritu y la Letra, capítulo 13:22 [PL 44.214-215])
Este pasaje resume, de forma magistral, el corazón del Evangelio. Agustín establece un contraste triple:
-
No por los preceptos de una vida santa,
-
no por la ley de las obras,
-
no por los méritos de las obras,
sino por: -
la fe en Jesucristo,
-
la ley de la fe,
-
la gracia gratuita.
Esto no es un lenguaje ambiguo ni vago: Agustín deja claro que la justificación del ser humano no depende de su comportamiento religioso o moral, sino de una obra externa, divina, gratuita y recibida por fe. Lo que está en juego aquí es cómo una persona es declarada justa ante Dios. Agustín sabía, como lo sabía Pablo, que los preceptos (por buenos que sean) no justifican a nadie, porque el corazón del hombre está corrompido por el pecado. Por eso afirma con fuerza que solo por la gracia gratuita y por la fe en Jesucristo el impío puede ser justificado.
En su contexto, Agustín combatía el pelagianismo, que exaltaba la capacidad del hombre para obrar justicia sin necesidad de gracia. Este pasaje es un golpe directo contra esa visión. Para Agustín, la gracia no solo ayuda, sino que inicia, sostiene y completa la justificación, y esta se recibe únicamente por medio de la fe, no como recompensa a nuestras obras, sino como un don inmerecido de Dios.
2. El pueblo del Antiguo Testamento fue salvado por la fe en el Mediador
“Cualquiera que sea la virtud que se declare que poseía el antiguo pueblo justo, nada los salvó sino la creencia en el Mediador que derramó su sangre para la remisión de sus pecados.”
(Agustín, Contra dos cartas de los pelagianos, libro 1, capítulo 39, sección 21 [PL 44.569])
Este testimonio es extraordinario. Agustín no solo está hablando del Nuevo Testamento, sino del Antiguo. ¿Cómo fueron salvos los santos del antiguo pueblo de Dios? No por sus sacrificios, ni por la Ley de Moisés, ni por su obediencia al pacto, sino únicamente por su fe en el Mediador prometido: Cristo.
Agustín afirma que por más virtudes que se le atribuyan a los patriarcas o profetas, ninguna fue causa de su salvación. La única causa fue su fe en Aquel que aún no había venido, pero cuya sangre sería derramada para el perdón de los pecados. Aquí vemos que la cruz de Cristo es central en todo tiempo, y que la fe —incluso anticipada— en ese sacrificio redentor es lo que justificó tanto a Abraham como a David, como enseña Romanos 4.
Esto refuerza la unidad del plan de salvación en toda la Escritura. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la salvación es por gracia, por medio de la fe, basada en la obra de Cristo. Y Agustín lo entendía con claridad profética. Su enseñanza muestra que la sola fe no es una invención protestante, sino una herencia antigua de la Iglesia verdadera.
3. La gracia no se paga, se da gratuitamente al impío
“'Si es por gracia, se da gratuitamente'. ¿Qué significa esto, 'se da gratuitamente'? Significa que no cuesta nada. No has hecho nada bueno, y se te ha dado el perdón de los pecados. Tus obras son consideradas, y son halladas malas; si Dios recompensara esas obras como se merecen, seguramente te condenaría. Dios no te paga el castigo justo, sino que te da una gracia inmerecida.”
(Agustín, Comentario al Salmo 31, citado en Martin Chemnitz, Examen del Concilio de Trento, tomo 1, p. 508)
Este pasaje golpea de frente toda teología basada en el mérito humano. Agustín se adelanta a las enseñanzas del concilio de Trento —que afirmaría siglos después que las buenas obras cooperan para la justificación— y lo refuta de raíz: "No has hecho nada bueno", dice, y aun así "se te ha dado el perdón".
Agustín muestra que el perdón no se basa en la justicia de nuestras obras, sino que precisamente porque nuestras obras merecen castigo, Dios nos concede por pura misericordia una gracia inmerecida. Esto es esencial para entender el Evangelio. No es que Dios vea algo bueno en nosotros y decida justificarnos. Es que, aun siendo malos y condenables, Él justifica al impío (Romanos 4:5).
Esta doctrina es humillante para el hombre, pero gloriosa para Dios. Si la justificación dependiera de algo en nosotros, entonces podríamos gloriarnos. Pero si Dios justifica a los malos gratuitamente, entonces toda la gloria le pertenece sólo a Él. Agustín entendió esta verdad con una claridad impresionante, siglos antes de la Reforma.
4. La justicia que Dios imputa al hombre, no la que Dios posee
“La justicia de Dios no es aquella por la que Dios es justo, sino aquella con la que reviste al hombre cuando justifica al impío.”
(Agustín, Tratado sobre el Espíritu y la Letra, capítulo 15, sección 9 [PL 44.209], citado en el Comentario Cristiano Antiguo sobre la Escritura, volumen 6, Romanos, p. 95)
Esta declaración de Agustín es fundamental para entender la diferencia entre la justicia propia de Dios y la justicia que Él otorga gratuitamente al creyente. En otras palabras, Agustín está explicando que cuando Pablo habla en Romanos de "la justicia de Dios" (Romanos 1:17), no se refiere a una justicia con la que Dios castiga o actúa, sino a la justicia que Él concede gratuitamente a los pecadores.
Este pensamiento es un pilar de la doctrina de la justificación forense: Dios declara justo al impío no porque lo transforme primero, sino porque lo reviste con una justicia ajena a él mismo, una justicia que proviene de Dios. Esto encaja perfectamente con el lenguaje de Romanos 4:6, donde se habla del “hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras”.
Agustín deja claro que esta justicia no es algo que el hombre produce desde dentro, sino algo que Dios le imputa, le atribuye, le otorga gratuitamente, como una vestidura. Es decir, la justicia que justifica no es una cualidad interna del creyente, sino un regalo externo: la justicia de Cristo aplicada por la fe.
Esta afirmación agustiniana anticipa lo que luego enseñará Lutero con la idea de la “justicia alienígena” (iustitia aliena), una justicia que es de otro (Cristo), pero que es atribuida al creyente por fe. Agustín ya lo expresó claramente en el siglo IV, lo cual desarma el mito de que la Reforma inventó algo nuevo. La idea de que Dios justifica al impío revistiéndolo con una justicia externa no es luterana ni calvinista de origen: es bíblica y fue sostenida por Agustín más de mil años antes de la Reforma.
5. Abraham fue justificado por la fe, no por obras
“No así nuestro padre Abraham. Este pasaje de las Escrituras tiene la intención de llamar nuestra atención a la diferencia. Confesamos que el santo patriarca agradaba a Dios; esto es lo que nuestra fe afirma acerca de él. Tan cierto es que podemos declarar y estar seguros de que él sí tenía motivos para enorgullecerse delante de Dios, y esto es lo que nos dice el apóstol. Es muy cierto, dice, y lo sabemos con certeza, que Abraham tiene motivos para enorgullecerse ante Dios. Pero si hubiera sido justificado por las obras, habría tenido motivos para enorgullecerse, pero no delante de Dios. Sin embargo, puesto que sabemos que tiene motivos para enorgullecerse ante Dios, se deduce que no fue justificado sobre la base de las obras. Entonces, si Abraham no fue justificado por las obras, ¿cómo fue justificado? El apóstol continúa diciéndonos cómo: ¿Qué dice la Escritura? (es decir, acerca de cómo Abraham fue justificado). Abraham creyó en Dios, y le fue contado como justicia (Romanos 4:3; Génesis 15:6). Abraham, entonces, fue justificado por la fe. Pablo y Santiago no se contradicen: las buenas obras siguen a la justificación.
Ahora bien, cuando oigáis esta afirmación, de que la justificación no viene por las obras, sino por la fe, acordaos del abismo del que os hablé antes. ¿Ves que Abraham no fue justificado por lo que hizo, sino por su fe: muy bien, entonces, así que puedo hacer lo que quiera, porque aunque no tengo buenas obras que mostrar, sino simplemente creer en Dios, eso me es contado como justicia? Cualquiera que haya dicho esto y lo haya decidido como una política ya ha caído y se ha hundido; cualquiera que todavía lo esté considerando y vacilando está en peligro mortal. Pero la escritura de Dios, verdaderamente entendida, no solo protege a una persona en peligro, sino que incluso saca de las profundidades a una persona ahogada.
Mi consejo es, a primera vista, una contradicción de lo que dice el apóstol; lo que tengo que decir acerca de Abraham es lo que encontramos en la carta de otro apóstol, quien se propuso corregir a las personas que habían entendido mal a Pablo. Santiago, en su carta, se opuso a los que no obraban correctamente, sino que confiaban únicamente en la fe; y así les recordó las buenas obras de este mismo Abraham cuya fe fue elogiada por Pablo. Los dos apóstoles no se contradicen. Santiago se detiene en una acción realizada por Abraham que todos conocemos: ofreció a su hijo a Dios como sacrificio. Esa es una gran obra, pero procedió de la fe. No tengo más que elogios para la superestructura de la acción, pero veo el fundamento de la fe; admiro la buena obra como fruto, pero reconozco que brota de la raíz de la fe. Si Abraham lo hubiera hecho sin la debida fe, de nada le habría servido, por muy noble que fuera la obra. Por otro lado, si Abraham hubiera sido tan complaciente en su fe que, al escuchar el mandato de Dios de ofrecer a su hijo como víctima sacrificial, se había dicho a sí mismo: ‘No, no lo haré. Pero creo que Dios me hará libre, incluso si hago caso omiso de sus órdenes’, su fe habría sido una fe muerta porque no dio lugar a la acción correcta, y habría permanecido como una raíz estéril y seca que nunca produjo fruto.
¿Qué debemos hacer con esto? ¿Que ninguna buena acción tiene precedencia sobre la fe, en el sentido de que no se puede decir que nadie haya hecho buenas obras antes de creer? Sí, así es, porque aunque las personas puedan afirmar que realizan buenas obras antes de la fe, obras que parecen dignas de alabanza para los espectadores, tales obras son vacías. A mí me parecen alguien corriendo con gran potencia y a alta velocidad, pero fuera de curso. Esta es la razón por la que nadie debe considerar como buenas las acciones realizadas antes de la creencia; donde no había fe, tampoco había buena acción. Es la intención la que hace que una acción sea buena, y la intención es dirigida por la fe.”
(Exposición del Salmo 31, §§2-4, trad. Maria Boulding, O.S.B., Expositions of the Psalms 1–32, John E. Rotelle, ed., Vol. 15, New City Press, 2000, pp. 364–365)
Este extenso pasaje de Agustín constituye una exposición brillante, cuidadosa y equilibrada sobre Romanos 4 y Santiago 2. Aquí Agustín afirma que Abraham no fue justificado por obras, sino por la fe, como enseña el apóstol Pablo. Pero también afirma que las obras que Santiago menciona probaron esa fe y brotaron de ella.
Agustín previene contra el error antinomiano de pensar que, puesto que somos justificados por la fe, las obras no importan. Dice con sabiduría que quien piense así “ya ha caído y se ha hundido”. Pero, al mismo tiempo, insiste en que ninguna obra puede preceder a la fe verdadera. Toda buena obra nace de la fe, como el fruto del árbol. Sin raíz, no hay fruto. Sin fe, no hay obra buena.
Además, Agustín reconcilia ambos textos bíblicos sin contradicción: Pablo enseña la raíz (la fe que justifica), Santiago enseña el fruto (las obras que resultan de esa fe viva). Lo que él rechaza es confiar en obras sin fe, o creer que uno puede tener fe sin obras. Pero entre ambas, la fe tiene la prioridad, y la justificación viene por esa fe.
Esta es una de las exposiciones más completas de Agustín sobre la fe, las obras y la justificación. Y una vez más, confirma que Agustín afirmaba la justificación por la fe sin las obras como su causa, y que veía en las buenas obras una consecuencia necesaria, pero no una condición para recibir la gracia de Dios.
Eder Marín - Bendiciones en el Señor